Periplo del silencio: la madre perdida y aun no llorada.
Alguna vez te has preguntado ¿qué sonido tiene un árbol que
cae en medio del bosque? Tal vez pienses inmediatamente en una rama quebrándose
bajo la presión de una pisada, en un tronco cortado por una sierra eléctrica,
en el verde de las hojas, en el follaje de un pino, un sauce, un paraíso, en lo
urticante de la ortiga rozándote los tobillos descalzos en verano ¿Han visto
tus ojos la voracidad de un incendio forestal? O en un plano de mayor
ensoñación aun ¿te asaltó el deseo de estar en el espacio, a pocos metros, cuando
inicia su trayectoria una estrella fugaz? ¿Qué se sentiría estar allí? Como seres
sociales, las palabras forman nuestros pensamientos, los aromas, colores,
sensaciones y emociones; entonces no podemos dejar de proyectar en nuestra
mente imágenes, ya sean fotográficas o en movimiento. La memoria colectiva se
construye en este proceso: todo lo que la humanidad experimentó desde sus
inicios se conserva como una trama de historias que se reeditan constantemente,
cambiando nombres, geografías, identidades, rostros, en fin, muertes y vidas.
De estas últimas dos, el orden en el que se escriban es aleatorio, porque no
hay una sin otra; porque todo lo que nace está condenado a morir; porque todo
lo que muere deja a su paso una estela que se disipa con mayor o menor rapidez,
impregnándose tan profundo a veces que esa vida se identifica con otras; de eso
se trata una tragedia en un sentido clásico.
Lo que sabemos de primera mano nos modifica y lo que no
conocemos no existe hasta que se nos muestra de forma irrefutable. “Incendios” de Wajdi Mouawad (de origen
líbano-canadiense) con dirección de Desiderio Penza, es un viaje en formato
teatral, narrado a través de un texto dramático con impronta de novela (¿biográfico?) literaria,
en el cual la reconstrucción de una memoria férreamente ocultada, la de Nawal
Marwan, obliga a quienes la sobreviven, sus mellizos Jeanne y Simón Marwan, a
develar los pormenores de una vida tan lejana como las latitudes y el tiempo
donde creció pero tan dolorosa como cada muerte que hubo a su paso. La vida de
Nawal, como la de tantas otras mujeres de medio oriente, está signada por el
padecimiento de la guerra pero más que nada por una cultura
machista, donde el amor, la familia y el poder son indisociables. Es así que el
presente viaja hacia el pasado y el pasado alcanza al futuro, como dos fuerzas
que se retroalimentan y forman un circuito constante, que lo hace infinito.
Subvertir el presente es la única manera que Nawal encuentra para darle un
desenlace a su historia, partiendo, precisamente de su final.
La concepción trágica de la obra, así como su actualización
(del mito clásico de Edipo) en la mirada del autor, se
traslada a lo espectacular a través de una lógica textual y de recursos que
potencian y amplían aquel universo. En otras palabras, elementos de la puesta
en escena como el dispositivo escénico y el diseño de espacio escénico, a cargo
de Gustavo Di Sarro y Alejandro Maidana, respectivamente, acompañan e instalan
un tiempo-espacio interno fragmentado que habitan los personajes y desde el que
se desarrolla la historia: escenas simultáneas, ampliación del espacio escénico
al espacio de espectación, escenografía desmontable, apertura/cierre de
paneles, proyecciones, entre otras. Merece aquí también una mención especial el
diseño de planta de luces, a cargo del mismo Penza, el cual completa la propuesta, destacando particularmente los momentos de aparición
de los Oniro, personajes encargados de generar transiciones escénicas.
Todos
estos elementos perfectamente combinados, pensados en detalle y de manera
inteligente, dan como resultado un espacio escénico que es capaz de contener e
incluso ampliar (al punto de que el escenario se percibe mayor a lo que en
realidad es) una historia con tanta densidad dramática como peso textual,
palpándose en cada palabra emitida por los actores y actrices, así como también
sus cuerpos en escena, en ese tránsito de sus personajes hacia una revelación
tan latente como estrepitosa. ¿Es posible conocer la verdad alejada de los
hechos? ¿Dónde está la verdad? ¿Quién la guarda, custodia o posee?
Es en ese “circuito trágico infinito” en el que los gemelos
deberán sumergirse para encontrar las respuestas que alguna vez les fueron
negadas y que, aunque ya no las quieran, deberán enfrentar, porqué la tragedia
es tanto ascendente como descendente: ningún miembro del sistema (familia)
escapa a ella, haciendo de la consciencia la principal problemática. Lo que no
se sabe no daña pero en algún momento te alcanza.
El tiempo es una bestia extraña
Jeanne Marwan expone
frente al auditorio, que hace las veces de sus estudiantes universitarios, el
significado del “polígono grafo de visibilidad”,
dando no sólo una clave de lectura que se repite a lo largo de la puesta en
escena sino que es la llave maestra en la misión encomendada por su madre. De
la explicación completa, que es muy bien desarrollada por la actriz (Karen
Temperini) quien no sólo la expone con mucho sentido sino que de manera
didáctica, demostrando a lo largo de la obra que todas aquellas teorías
atraviesan a cada momento la vida de su personaje, el espectador puede ver con claridad algunos
aspectos importantes: a la que asiste es una historia de profundos contrastes y
está implicado en todo lo que sucede en escena.
La proyección de covers de canciones de la “pop-culture”
durante la llegada del público y a modo de amenización, interpretados por el
artista Alaa Wardi, es uno de esos contrastes, donde la fascinación por lo
occidental es comparable al profundo cuestionamiento de la conquista cultural
que lo estadounidense y el eurocentrismo ha ejercido sobre aquellos pueblos que
no comparten su forma de vida. Ya dentro de la obra esto se convierte en un
significante, encarnado en el personaje de Nihad (interpretado por Exequiel
Maya), quien canta algunas de estas canciones mientras asesina personas como
francotirador. Se percibe a sí mismo como un showman, con su propio “american
dream”: actuar y ser feliz, mientras secuestra, tortura y mata gente. “El dictador”
de Chaplin y “Patch Adams” de Robie Williams aparecen como algunas posibles
referencias a través del vestuario de este personaje, por ejemplo, en el
momento antes mencionado o en que captura a Nawal (de 40 a 45 años) y la
interroga, agregando nuevas capas de sentido a las que el texto ya trae
consigo: la violencia es una segunda piel que puede o no ocultarse detrás de la
apariencia más común pero siempre tiene que ver con el poder y el placer.
Si algo queda claro en este punto es que lo estético y lo
poético, así como lo dramatúrgico y la puesta en escena, están guiados por una
misma lógica, pero no hay en ellos solo una perspectiva. O en otras palabras,
retomando la explicación de Jeanne Marwan, desde un determinado punto de vista
es posible ver lo conocido y lo oculto. En esta puesta en escena hablan tanto
Mouawad como Penza, potenciándose entre ambos y sin embargo cada uno tiene su
espacio: el primero con un texto cuya capacidad de actualizarse inmediatamente
en relación al contexto donde se representa garantiza la atracción del público
hacia la historia, llevándolo a pensar no sólo en los acontecimientos reales
que preceden a la obra (ese imaginar cómo sería estar allí, en primera persona) sino también en esa cultura desperdigada por el mundo
entero, incluso en el espacio-tiempo real del espectador, interpelándolo
respecto de su propia pertenencia socio-cultural (luchas sociales en Argentina
2019) como así también sobre las posibles problemáticas de las comunidades
medio-orientales por fuera de su país de origen (¿tradición vs modernidad?); el
segundo, por su parte, propone un viaje directo al interior de los conflictos
humanos, cuando no a lo humano mismo: los espejos de la historia pueden
colocarse frente a los hechos y personajes pero todo lo que terminarán
reflejando en profundidad será su (des)humanidad.
Ya lo dice la misma Nawal en su promesa a ese hijo que le
fue arrancado: “siempre te amaré”. La pregunta es ¿aun en el horror? Y es en el
rostro amoroso de esa mujer que ha sobrevivido a los peores vejámenes que un
humano puede someter a otros (Nawal, 60 a 65 años, en el monólogo del juicio a
su captor y verdugo; magistral y conmovedoramente interpretado por Adriana
Rodríguez) donde el público puede comprender que ambos, el amor y el espanto,
conviven permanentemente en todas las historias de la humanidad. Este es uno de
los aspectos recurrentes en la poética de Penza como director, llevando al
espectador a estar en un lugar activo, interpelándolo en sus límites como
persona, como ser social, en cualquiera sea el rol/roles que decide interpretar
en su propia vida. Porqué se puede observar sin interferir directamente pero
cuando la verdad estalla no existe refugio ni posibilidad de que no te
modifique; el placer de mirar, participar indirectamente tiene su
precio a pagar: la comodidad.
Desde esta premisa, las actuaciones estarían guiadas por un
principio de búsqueda y condensación de esas verdades humanas que toda persona
lleva consigo, para así poder reflejarlas en su personaje pero también en el público;
la esencia de cada emoción, sensación y/o sentimiento escapa a lo universal,
porque no todos sienten igual y como en este caso, el horror es colectivo pero
el dolor es privado.
El desafió para algunas actrices y actores de esta puesta en
escena es el representar a dos o más personajes, ya sea en distintas edades o
diferentes identidades. Como ser María José de la Torre, quién hace de Sauda
joven y adulta; Mariano Rubiolo, quien da vida a siete personajes distintos,
Exequiel Maya, quien representa a un doctor preocupado por las vidas que se cobra
la guerra pero también al paramilitar que es quien se las lleva; Marcos
Martínez, como el abogado, para luego ser uno de los que ayuda a Simón a legar
a destino; Patricia Leguizamon, quien interpreta a Nawal de mediana edad y
Adriana Rodríguez. Todos ellos logran caracterizar a cada uno de sus personajes
de tal manera que se diferencian unos de otros, dejando en evidencia lo que ya
se dijo más arriba: no importan los rostros, los nombres o las veces que las
historias se repitan pero sí el rol que cada uno cumple y el mayor o menor
grado de ayuda u oposición que están dispuestos a brindar, y por tanto, cuánto
más dolor o alivio son capaces de dar a esos otros con quienes se cruzan sus
caminos.
La herida primordial
Sauda cantando frente a dos cuerpos acribillados. Nawal
joven dando a luz y acto seguido su madre entrega a su nieto a otra mujer para
que lo lleve a un orfanato. Los mellizos recibiendo de manos del abogado de su
madre dos sobres que deben ser entregados a personas que hasta ahora no entraban
en su campo de vida, su padre y un hermano, pasando, casi sin escalas, al
entierro de su madre. Los momentos de amor secreto entre Nawal y Wahab. Son
imágenes, que en segundos muestran al espectador lo bello y lo espantoso que a
cada personaje le toca vivir. Porqué la luz que envuelve a los hechos solo
muestran una parte del suceso.
Debido al tiempo fraccionado, que oscila entre el presente y
el pasado, la puesta en escena resuelve eficientemente las complejidades
propias del texto, en cuanto a espacios y personajes que intervienen, tomando
como decisión, el desdoblamiento según sus edades, como el caso de Nawal, la
continuación a través del tiempo, como Sauda, así como también el hecho de que
un/a solo/a actor o actriz lleve a cabo un solo personaje, como los mellizos
Jeanne y Simón ( Emiliano Demarco) o Wahab (Fausto Daffner), padre de Nihad.
El vestuario y el maquillaje,
realizados respectivamente por Ignacio Estigarribia y Virginia Basualdo, ayudan
en el relato escénico, pero también en
la definición de los personajes, contribuyendo a la resolución de los aspectos
técnicos de la puesta en escena.
Otro de estos momentos, de gran impacto visual, se da al
finalizar el entierro de Nawal, cuando Antoine (interpretado por Mariano
Rubiolo) entra en escena y desarma el entierro, convirtiendo la fosa en un
armario. La escena previa connotaba el ritual mortuorio de una mujer cuyo deseo
era ser enterrada al revés de cómo lo dicta la tradición, para luego producir
una denegación sígnica: esto, ahora, es otra cosa y por lo tanto cumple otra
función.
En escena, no se ve el cuerpo sin vida de Nawal. Su entierro
fue apenas un trámite para quienes la sobrevivieron porque ella no estaba ahí. Sigue tan viva como su memoria. Y a pesar del rechazo de Simón frente a
una madre tan dura en la muerte como lo fue en vida, a la vez que Jeanne busca
encontrar la lógica matemática a la situación, ella les
da el regalo que les negó durante años: la consciencia.
Si la memoria es un relicario, la consciencia es un arma y
el desconocimiento, un privilegio. La movilización en cada fibra de su ser que
el público pueda llegar a sentir a partir de ocupar su lugar de espectador puede
traerle aparejadas millones de preguntas. ¿En qué momento sucede la herida
primordial? ¿Quién se la produce a quién? ¿Cuántas veces se replica? ¿Para
qué? Y las lágrimas de Simón y Jeanne al
final, tal vez, son la clave para comprender que las tragedias se instalan en
los cuerpos, infiltrándose en la carne, licuándose con la propia sangre hasta
ser indisociable de lo genético, genealógico ¿las lágrimas de quién son
derramadas? Al final, esa verdad permanece vedada, como la madre perdida y aun
no llorada.